La Universidad de Farmington se presentaba como una nueva y rigurosa, selecta pero global.
Tenía presencia activa en redes sociales y, según afirmaba en su página web, su objetivo era "proporcionar a los estudiantes de todo el mundo una experiencia educativa única".
Contaba con un escudo y hasta lema "Scientia et Labor" (ciencia y trabajo). También ofrecía programas académicos actualizados con todas las certificaciones legales pertinentes.
El Departamento de Licencias y Asuntos Regulatorios de Míchigan y la Comisión de Acreditación de Escuelas y Colegios Profesionales le habían dado sus autorizaciones. Y el Programa de Estudiantes y Visitantes de Intercambio la había avalado para admitir estudiantes extranjeros.
La tarifa anual rondaba los US$12.000, significativamente menor que muchas otras instituciones académicas de Estados Unidos, pero nada que hiciera levantar muchas sospechas.
Bueno, aparte de que no tenía aulas, nunca contrató a un profesor y jamás se impartió una clase en ella.
En realidad, estaba a cargo de agentes encubiertos del gobierno en una operación del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) para atrapar y deportar a extranjeros que ya habían entrado al país con visas de estudiante.
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